Alicia, te amo. Fue esa la frase que cerró la carta que le
escribí. Nunca supe su respuesta. Ella murió dos días antes de leer mi
confesión y yo me enteré de su muerte dos días después de dejar la carta sobre
su buzón. Su madre fue la que me buscó para devolvérmela y decirme que había
muerto. No murió en un trágico
accidente, tampoco se suicidó y mucho menos alguien la mató. Se murió de la
forma más estúpida y sin sentido. Así era. Irreverente, loca, impredecible.
Nos vimos por primera
vez una tarde en la Cineteca. Miren, esa vieja está bien chida- dijo Josué. Volteé
y la miré. Sus hermosos ojos verdes y su larguísimo cabello negro me eclipsaron.
No sé porque me sonrió, le devolví la sonrisa. Carlos, Josué y yo entramos a la
sala, ella a la de al lado.
La volví a ver. Se acababa de mudar dos pisos arriba y de
entrar a la facultad a estudiar psicología igual que María y Carlos, mis
compañeros de departamento. Ellos me la presentaron un día que se encontraron
en el pasillo del edificio. La invitaron a beber cerveza al departamento. Desde
ahí se formó esa maldita amistad de años y ese gran amor oculto revelado
tardíamente.
Hice de todo por ella. Incluso aprendí a cocinar, Alicia amaba
comer pero odiaba cocinar. Así que el curso de gastronomía fue el pretexto
perfecto para invitarla a cenar todos los miércoles sushi, pasta, pizza,
crepas. Aunque siempre nos acompañaban María y Carlos.
Alicia fue musa de mis mejores fantasías. Un día se quedó
sin gas, había olvidado pagarlo y la bruja de la administradora pidió a don Jaime, el portero, cerrarle el paso. Me pidió que la dejara bañarse.
No sé si fue una provocación o simplemente era cierto lo que
promulgaba, ningún ser humano tiene porque avergonzarse de su cuerpo, todos somos en el
fondo tripas, sangre y mucha mierda acumulada. Salió desnuda del baño con la
toalla en la cabeza, con sus pezones rosas triunfantes, su ombligo mirándome
fijamente y su pubis cubierto de finos vellos negros. Cuando se percató que la
contemplaba, me sonrió y no le importó
que la viera andar. Se postró frente al espejo de mi habitación y comenzó a alistarse,
mientras sus grandes ojos verdes me miraban a través del espejo y sus delgados
pero carnosos labios se movían, contándome algo que no recuerdo y seguramente
no escuché. Traté con todas mis fuerzas de controlarme. Lo logré ante sus ojos.
Pero mis sábanas saben que después que se fue, cogímos.
Sé que Alicia me tomó cariño, tanto que comenzó a hablarme
de su novio, de sus exnovios, de ese imbécil que tanto le gustaba. En poco
tiempo me volví su confidente. La odiaba por someterme a tremenda tortura.
Un día, mientras me hablaba de ese tal Jorge y sus 20 cm de
largo, la llame puta en mi mente, le dije así porque no podía tenerla y esos
idiotas sí. ¡Qué diablos importaba que yo no tuviera veintitantos centímetros! Igual la haría feliz.
Amaba escucharla hablar de sus proyectos, de sus sueños, de
la forma en que admiraba a Simone de Beauvoir y a Lacan, de su desprecio por
Freud. De cómo había leído todo un libro en una noche de insomnio. De sus
viajes alrededor de México, de su hermana la loca y su mamá castrante, de su
niñez, de sus complejos, de cine, de música, de cómo había llorado por la
muerte de su perra y no por la de su padre.
Pero… Alicia murió y yo le dije muy tarde que no sólo quería
ser su amiga.