lunes, 20 de abril de 2015

Alicia, te amo


Alicia, te amo. Fue esa la frase que cerró la carta que le escribí. Nunca supe su respuesta. Ella murió dos días antes de leer mi confesión y yo me enteré de su muerte dos días después de dejar la carta sobre su buzón. Su madre fue la que me buscó para devolvérmela y decirme que había muerto.  No murió en un trágico accidente, tampoco se suicidó y mucho menos alguien la mató. Se murió de la forma más estúpida y sin sentido.  Así era. Irreverente, loca, impredecible.

 Nos vimos por primera vez una tarde en la Cineteca. Miren, esa vieja está bien chida- dijo Josué. Volteé y la miré. Sus hermosos ojos verdes y su larguísimo cabello negro me eclipsaron. No sé porque me sonrió, le devolví la sonrisa. Carlos, Josué y yo entramos a la sala, ella a la de al lado.
La volví a ver. Se acababa de mudar dos pisos arriba y de entrar a la facultad a estudiar psicología igual que María y Carlos, mis compañeros de departamento. Ellos me la presentaron un día que se encontraron en el pasillo del edificio. La invitaron a beber cerveza al departamento. Desde ahí se formó esa maldita amistad de años y ese gran amor oculto revelado tardíamente.

Hice de todo por ella. Incluso aprendí a cocinar, Alicia amaba comer pero odiaba cocinar. Así que el curso de gastronomía fue el pretexto perfecto para invitarla a cenar todos los miércoles sushi, pasta, pizza, crepas. Aunque siempre nos acompañaban María y Carlos.

Alicia fue musa de mis mejores fantasías. Un día se quedó sin gas, había olvidado pagarlo y la bruja de la administradora  pidió a don Jaime, el portero,  cerrarle el paso.  Me pidió que la dejara bañarse.
No sé si fue una provocación o simplemente era cierto lo que promulgaba, ningún ser humano tiene porque  avergonzarse de su cuerpo, todos somos en el fondo tripas, sangre y mucha mierda acumulada. Salió desnuda del baño con la toalla en la cabeza, con sus pezones rosas triunfantes, su ombligo mirándome fijamente y su pubis cubierto de finos vellos negros. Cuando se percató que la contemplaba, me  sonrió y no le importó que la viera andar. Se postró frente al espejo de mi habitación y comenzó a alistarse, mientras sus grandes ojos verdes me miraban a través del espejo y sus delgados pero carnosos labios se movían, contándome algo que no recuerdo y seguramente no escuché. Traté con todas mis fuerzas de controlarme. Lo logré ante sus ojos. Pero mis sábanas saben que después que se fue, cogímos.

Sé que Alicia me tomó cariño, tanto que comenzó a hablarme de su novio, de sus exnovios, de ese imbécil que tanto le gustaba. En poco tiempo me volví su confidente. La odiaba por someterme a tremenda tortura.

Un día, mientras me hablaba de ese tal Jorge y sus 20 cm de largo, la llame puta en mi mente, le dije así porque no podía tenerla y esos idiotas sí. ¡Qué diablos importaba que yo no tuviera veintitantos centímetros! Igual la haría feliz.

Amaba escucharla hablar de sus proyectos, de sus sueños, de la forma en que admiraba a Simone de Beauvoir y a Lacan, de su desprecio por Freud. De cómo había leído todo un libro en una noche de insomnio. De sus viajes alrededor de México, de su hermana la loca y su mamá castrante, de su niñez, de sus complejos, de cine, de música, de cómo había llorado por la muerte de su perra y no por la de su padre.

Pero… Alicia murió y yo le dije muy tarde que no sólo quería ser su amiga.